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Portada nº 19
Información General y Opinión
Sección General


SANTIAGO DEL VALLE


Gato encerrado en la
Comunidad de Madrid

Hace casi cuatro años un video mostró la desvergüenza de un político que vendía su voto y otro que lo compraba. Para los peruanos fue la primera ocasión de ver con sus propios ojos el uso que daban algunos a sus votos; mientras que para Fujimori y Montesinos era el principio del fin de un poder que no aceptaba límites.       

Hasta aquel momento no había pruebas, pero todo el mundo estaba convencido de que tras actuaciones incomprensibles de algunos políticos había motivaciones no ideológicas –o sea, económicas– pero era imposible demostrarlo. Lo peor de todo es que aumenta el escepticismo de la población y esa condena genérica a la clase política que se resume en "todos son iguales": una frase tan injusta como perniciosa para el conjunto del sistema democrático.     

El martes 10 de junio escuché por la radio las erráticas explicaciones de Eduardo Tamayo, que justificaba su traición al electorado madrileño por su supuesta fidelidad al programa. La prensa reprodujo al día siguiente el significado de sus palabras, pero no sonaban igual; faltaban el ritmo, las pausas, las vacilaciones, o sabe Dios qué suma de matices que hacen que algo suene verdadero o tan falso como un euro de madera. El caso es que los ciudadanos tienen todo el derecho a sentirse estafados.    

Leguina afirmó que, con seguridad, tras la traición de Tamayo y Sáez había "un impulso económico", que imaginó relacionado con intereses empresariales inmobiliarios. Mientras que Llamazares fue mas allá y señaló al PP como responsable del mercadeo, lo que le ha costado una amenaza de querella.       

Es fácil imaginar pero muy difícil probar esta clase de operaciones, que exigen sigilo y discreción. Sólo un grave descuido y una venganza permitieron que todo el mundo conociera por fin la verdad de Montesinos, aunque todo el mundo la imaginaba.      

Tamayo y Sáez se han quedado con votos y escaños para que nada impida que el PP siga gobernando en Madrid. Como tironeros impunes se sentarán en la cámara sin vergüenza y es posible que –del mismo modo que muchos admiraron a Mario Conde, a Jesús Gil o a Ruiz Mateos– tengan el secreto orgullo de que algunos los consideren un ejemplo a seguir.      

 


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